La
sociedad moderna se ha levantado y desarrollado bajo un orden o principio
androcéntrico que le ha otorgado al hombre, todo el poder y protagonismo
histórico. Hasta bien entrado el siglo XX, el espacio público era prácticamente
de dominio exclusivo de los hombres, quienes ocupaban los cargos más
importantes y de mayor poder, en las instituciones públicas y empresas, es
decir, a nivel político y económico: presidentes, grandes empresarios. También
eran admirados por su destreza física y valentía, convirtiéndose en héroes de
guerra o en reconocidos y premiados deportistas. El talento artístico y la
capacidad intelectual o científica, la llamada genialidad, como consta
en las enciclopedias y libros de historia (historia burguesa, historia de la
cultura blanca), era considerada también como algo relativo o relacionado
directamente con el sexo masculino, es decir, como una cuestión o una cosa de
hombres. Las mujeres intelectuales, científicas, deportistas o artistas,
siempre quedaban relegadas, en un segundo plano, cuando no eran consideradas
como una rareza o curiosidad, un complemento o elemento decorativo,
siempre dependientes de la mirada, la lectura, visión y concepción que tenía de
ellas el género masculino.
Pero
el responsabilizar de tal manera al género masculino, es decir, a sólo una
parte de la humanidad, de todas las acciones y decisiones de poder, es una
carga muy pesada que arrojó consecuencias muy graves en el bienestar de dicha
sociedad. Una de las consecuencias graves del androcentrismo que se puede
señalar, es la invisibilidad de la otra parte del género humano. Y cuando
decimos la otra parte, no nos referimos exclusivamente a las mujeres, ni a las
mujeres blancas en específico, sino a todas las personas que no somos “Hombre
Blanco Adulto Heterosexual”.
El
hecho de que la sociedad moderna se construyera tomando en cuenta sólo los
principios, valores y necesidades del Hombre Blanco Adulto Heterosexual,
la convirtieron en una sociedad egocéntrica e individualista. La civilización
occidental se mira y se considera a sí misma, como la “cultura correcta”, es
decir, que considera que no existe otra forma, manera de ser, o de hacerlo
mejor. Por supuesto que esta idea de considerarse “perfectos”, “omnipotentes” e
“indestructibles”, hace y convierte a las personas en intolerantes, porque las
predispone negativamente hacia lo diferente, concibiéndolo como algo
equivocado, que no tiene sentido, ni razón de ser. ¿Qué hacemos con lo
diferente? ¿Qué hacemos con el otro? Las respuestas que ha tenido la sociedad y
cultura androcentrista para las anteriores cuestiones han sido varias:
invisibilizar, dominar y eliminar:
La historia
occidental está plagada de guerras, de luchas mundiales y de violaciones a los
derechos humanos y culturales, en favor del control, la dominación y opresión
de grupos humanos. El ejercicio de la ciudadanía constituyó en un principio,
dentro de la sociedad occidental, un derecho exclusivo de la clase burguesa, la
cual, estableció oficialmente sus códigos culturales para poder ejercer la
‘Ciudadanía Universal’
Poleo,
Elba. (2004). La cultura y la construcción de la Ciudadanía Democrática
Multicultural. Cuadernos Edumedia (5). Caracas. Ministerio de Educación,
Cultura y Deportes. Págs. 55 – 56.
El
materialismo y pragmatismo del mundo occidental, hoy día, con la crisis
planetaria (económica, energética, alimentaria, climática), pareciera hacerse
cada vez más insostenible. Es verdad que gracias al desarrollo de la ciencia y
la tecnología, el ser humano ha sido capaz por ejemplo de llegar a la luna, de
conectarse con millones de personas, a través del uso de la Internet, y de
crear medicamentos y tratamientos para la cura de enfermedades; pero también es
cierto que son muchas las pérdidas humanas, los daños ecológicos y la
contaminación que ha sufrido el planeta, en aras del progreso. Luego de la
segunda guerra mundial, de los traumas sociales causados por los crímenes de
guerra, por los horrores del fascismo, la sociedad occidental comenzó a darse
cuenta que el progreso tecnológico y científico, era un arma de doble filo;
dicho desarrollo podía generar gran bienestar, pero a su vez, también era
responsable de graves daños y crímenes contra la humanidad.
Uno
de los valores más arraigados en nuestra sociedad, es la idea del progreso
económico y el desarrollo tecnológico. La sociedad occidental contemporánea, se
ha forjado bajo esta idea y este deseo. No hay país industrializado que no se
sienta orgulloso de los alcances o avances logrados en cuanto a tecnología y
poderío industrial. Pero la gran industrialización de los países ricos, como
Estados Unidos o los países miembros de la Unión Europea, tiene su deuda en
vidas humanas con África por ejemplo, porque unido a la Revolución Industrial y
al dominio de Inglaterra en el siglo XIX, y al de Estados Unidos en el siglo
XX, está el saqueo y explotación del continente africano y la esclavitud de sus
habitantes, a quienes se les despojó de su condición de seres humanos, al ser
tratados y considerados como unas bestias, por aquellos que habían creado “La
Razón” y “Los Derechos Humanos”. Pero no sólo los esclavos africanos
fueron víctimas de la Revolución Industrial, también fueron sus principales
víctimas: hombres, mujeres y niños/as del continente europeo y americano. Sin
embargo para los hombres que habían creado “La Ley”, La Justicia y la
“Democracia”, todo funcionaba de una manera correcta, justa y democrática:
(…) hace un
siglo, Tocqueville alababa las maravillas del sistema democrático estadounidense,
enfatizando que, con la excepción de los esclavos, los sirvientes y los pobres
mantenidos por los sistemas municipales, no habían nadie en Estados Unidos que
no pudiera ser elector y participar, si bien de manera indirecta, en la
formulación de las leyes. Lo que es interesante, es que para Tocqueville
excluir a las mujeres, los esclavos, los sirvientes y pobres de la asistencia
social –en otras palabras, más de la mitad de la población de Estados Unidos en
aquel tiempo- no era una violación al ejercicio de los derechos democráticos de
los individuos.
Torres,
Carlos A. (2001). Democracia, Educación y Multiculturalismo.
México. Siglo Veintiuno Editores. Pág. 195.
A
finales de los años sesenta y principios de los setenta, la lucha por los
derechos civiles de las “minorías”, protagonizaba la escena sociopolítica
internacional. El mundo fue sacudido y convulsionado por las protestas,
reivindicaciones y revoluciones sociales. El modelo burgués, de ciudadanía y de
ciudadano(a), fue duramente criticado y cuestionado por las organizaciones
civiles que abogaban por los derechos de las mujeres, jóvenes, negros,
indígenas, obreros, campesinos, etc., porque dentro de esa idea de sociedad y
ciudadanía, que el burgués, representado físicamente por el Hombre Blanco
Adulto Heterosexual, había creado para sí, no se tomaba en cuenta ni se
representaba, las diferentes necesidades, costumbres, valores, tradiciones,
formas de vida, cultura, historia, cosmovisión o maneras de representación del
mundo, de los demás grupos sociales y culturas.
Hoy, en las primeras décadas del siglo XXI, se puede decir que tanto la pluralidad como la diversidad, definen y caracterizan nuestra identidad, y nuestra manera de vivir la existencia. Y las mujeres, asumiendo y desempeñando un papel tan polifacético a lo largo de los últimos cincuenta años, tanto en la vida familiar como en la pública, han terminado por convertirse en un modelo de sujeto social pluralista: las mujeres de hoy somos tanto trabajadoras como amas de casa, profesionales, madres, esposas, compañeras de luchas sociales, etc. Todas estas cualidades caracterizan nuestro yo femenino (McRobbie, 1998). Las mujeres al asumir todos estos roles y posiciones, hemos cambiado considerablemente, los patrones sociales tanto femeninos como masculinos.
Para Chantal Mouffe, el ser humano es de una cualidad dinámica y pluralista, por lo tanto no puede ser de de ningún modo etiquetado o estigmatizado como tradicionalmente lo ha hecho el pensamiento moderno, al definirlo como un ser universal de cualidades únicas y homogéneas. Mouffe, niega entonces, una única concepción del ser humano, así como una idea única de lo que es un "hombre" o una "mujer". Esta definición de identidad que formula la autora, es una concepción o modelo de individuo y por ende de sujeto social, que rompe con la definición clásica y burguesa, que lo define como un ser "único" y "homogéneo". Fianmente aclararemos que para Chantal Mouffe, "la identidad se debe vver como el producto de la interacción entre diferentes discursos que construyen la experiencia de un sujeto y las diferentes posiciones que definen esa experiencia".
Las mujeres de las parroquias y comunidades más populares de Venezuela, luchamos cada día para construir una identidad propia que difiera de la que se nos quiere imponer desde afuera. Somos personas libres, responsables y capaces de asumir el reto de la construcción de una identidad que realmente exprese todo nuestro potencial humano, que se hace evidente en la lucha, el trabajo y la valentía que demostramos diariamente las mujeres venezolanas.